Apagar el ruido y escuchar al otro: reforzar el diálogo y educar a ciudadanos virtuosos
19 julio, 2024 por
Andrea Torres

A pesar de que el examen de retos profundos y temas complejos se diluye, frecuentemente, en la espesa lava de las noticias cotidianas, y de la bronca permanente, —vivimos en un permanente estado de disputa entre polos: conmigo o contra mí—, desde los organismos de cooperación internacional debemos hacer un sobre esfuerzo para aislar el ruido, escuchar las voces y lograr consensos.

Por un lado, la escucha de voces diversas y plurales es imprescindible para garantizar un diálogo entre diferentes. Y es que, dialogar con diferentes es lo que proporciona esa mirada al otro desde la dignidad que tiene cada ser humano. Y qué puede haber más garantía de la no violencia que considerar a ese otro tan digno como a uno mismo. Cuando hablamos de promover el dialogo, hablamos de promover la ética.

El expresidente de Colombia, Juan Manuel Santos, afirmaba en una reciente intervención pública, que el proceso de paz que inició en su país se construyó a partir de la consideración de que el otro era un adversario con quien, con acuerdo o sin él, se quería convivir y no un enemigo al que aniquilar.

Por otro lado, aislar el ruido exige identificar los factores que ponen en riesgo un sistema de valores, el respeto al Estado de derecho y el ejercicio de ciudadanía.

Hasta ahora hemos concentrado nuestros esfuerzos en la protección de los derechos y libertades civiles y políticas, principalmente, siguiendo en esencia el espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Sin embargo, la relativa generalización de nuevos códigos de comportamiento como la institucionalización democrática; una mayor conciencia del Estado de derecho; una ampliación de las libertades básicas de conciencia, información, asociación y expresión, entre otras, han incentivado la necesidad de ir más allá de la filosofía tradicional que orientó por varias décadas el modelo de derechos humanos fundamentales al que ahora aspiramos. 

No es que dichas causas hayan alcanzado un óptimo nivel en la mayoría de las democracias liberales, y de hecho en varias de ellas han sufrido un deterioro claro, sino que nuevos factores —centralmente la globalización y algunos de los efectos que teóricamente se asocian a ella, como la pobreza y la desigualdad—, hicieron necesario enarbolar otras banderas con más proximidad a las nuevas preocupaciones de lo que el filósofo Ralf Dahrendorf llama la «sociedad civil internacional».

Ya no basta trabajar intensamente contra la tortura, por ejemplo, sino también contra toda forma de discriminación que afecte o restrinja el ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, la igualdad de género, un medioambiente sano, la educación y la salud de calidad o la inclusión económica.

Contribuir a alcanzar esas metas es una apuesta ambiciosa en dos sentidos: el de orden legal y el de carácter político.

A diferencia de las violaciones a los derechos humanos, cuya naturaleza está usualmente definida y los delitos claramente tipificados tanto en las legislaciones nacionales como en las convenciones internacionales, penalizar por ejemplo, con aceptable pulcritud jurídica, el hecho de que millones de personas sobrevivan con un dólar al día, o que muchas otras carezcan de agua, vivienda, acceso a los servicios de salud, o que padezcan rezago escolar o analfabetismo, parece una tarea titánica y de una aplicación práctica casi imposible; entre otras razones por que, aun cuando numerosas constituciones en el mundo garanticen el derecho a esos bienes públicos, casi ningún régimen regula las modalidades bajo las cuáles dichas carencias sean consideradas equiparables a las violaciones a los derechos humanos.

Es allí donde entra la urgente necesidad de crear un nuevo marco de comprensión del papel que puede y debe jugar la educación en valores éticos y el espíritu de una ciudadanía democrática como elementos indisociables para la convivencia democrática, la cohesión social y la vigencia y el ejercicio pleno de los derechos humanos en el siglo XXI. 

Necesitamos hacer un esfuerzo colaborativo entre todos, sector público y privado y actores sociales, para avanzar y afrontar las nuevas amenazas que padecen millones de personas en la región: los flujos migratorios y de refugiados, las habituales violencias, las discriminaciones y brechas que sufren las niñas y mujeres, la desigualdad racial, la corrupción, la escasez en agua y servicios públicos básicos, las consecuencias de la crisis climática, el uso, o el mal uso de las redes sociales.

Necesitamos recuperar la confianza en el sistema, fortalecer nuestras competencias y habilidades con el compromiso ético con la democracia y el respeto de los derechos humanos. Es igualmente urgente que propiciemos espacios de confianza y de diálogo intersectorial e intergeneracional, y por supuesto paritarios, que nos permitan promover dinámicas de escucha activa del otro y frenar la banalización de las discriminaciones y las fracturas que está provocando el incremento de la polarización. 

Por ello, desde la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), hemos apostado por crear una alianza colaborativa regional, la Red Iberoamericana de Educación en Derechos Humanos para la Ciudadanía Democrática a la que invitamos a todos (empresas, instituciones públicas, organismos multilaterales, academia, y sociedad civil) a sumarse para apagar ese ruido tóxico y encender la antorcha del diálogo y la escucha activa de voces plurales. Necesitamos esta alianza estratégica para apoyar y reconducir a Iberoamérica hacia sociedades más cohesionadas, justas e incluyentes. 

Mariano Jabonero es secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)


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